“He tornat a vagar desficiós / Pels carrers del meu poble / Paissatge de grues i pols / Em van ofegant les hores”. Suena una canción de La gossa sorda en mis auriculares, y sus versos narran exactamente lo que estoy haciendo en ese momento. Vagar por mi pueblo. Sentirme ahogada por las horas que parecen no pasar, sino arrastrase lentamente como pequeñas orugas por la corteza de un árbol. No esperaba seguir escuchando La gossa sorda con treinta y pico años. Tampoco los primeros discos de Extremoduro. Ambos grupos se disolvieron hace mucho, sus melodías suenan a un tiempo que ya no me pertenece. Y sin embargo sigo volviendo a ellos cuando los relojes pesan demasiado y el penoso discurrir del minutero no parece estar conduciendo a transformación alguna: este día no va a convertirse en una mariposa que abre sus coloridas alas y me transporta volando lejos de aquí.
Extremoduro, La gossa sorda y todos esos grupos que escuchaba con diecimuchos y veintipocos me despliegan los recuerdos de primera juventud como escenarios de cartón piedra, listos para la representación de una obra que me sé de memoria. Hay una sensación omnipresente en todos ellos, soy capaz de olerla, noto en las encías su sabor a cloro: la expectativa. No recuerdo un solo momento vital de aquella época que no estuviese empapado de este deseo: «por favor, que pase algo». Que no se pareciese mínimamente a un redoble. Y el que no estaba empapado, al menos sí un poco húmedo, de expectación y de ganas. ¿Ganas de qué? De cualquier cosa.
Hay una canción de Rigoberta Bandini, Julio Iglesias, que habla sobre su juventud y contiene la siguiente estrofa, que me pone los pelos de punta:
Tanto trampolín
Tanta percusión
Y nunca saltamos
Impelida por esta manía mía de imaginar videoclips, cierro los ojos y veo, durante los cuatro minutos que dura el tema, un loop de pocos segundos en el que una niña se impulsa para saltar desde un trampolín hacia una piscina, que se corta justo antes de que la niña despegue los pies y vuelve a empezar. Ese pequeño clip ficticio, esta imagen, encapsula perfectamente la sensación de la que hablo.
No esperaba seguir escuchando La gossa sorda ni Extremoduro a los treinta años porque, cuando era más joven, estaba convencida de que en algún momento pasaría algo y de que aquello que estaba viviendo entonces no era más que la antesala de la vida verdadera, un sucedáneo, una tontería en comparación con lo que vendría, que sería olvidada y sustituida por años mejores. La vida antes de ese algo era sólo el impulso, y después vendría el salto.
Hace poco le contaba a una amiga, mientras esperábamos nuestras cervezas en la barra de un bar, que me había dado cuenta de lo mucho que me aburrían antes las fiestas. Que ha sido un descubrimiento tardío, reflexionado, una vez que he aprendido lo que significa pasármelo bien y cómo separar ese brillo del resto de la experiencia. Le conté que he bebido mucho, fumado mucho, besado a gente sólo para que pasase algo, porque me aburría soberanamente y la opción de irme a casa o no salir no la concebía en una etapa tan ligada a la opinión del grupo. De todas formas, no me arrepiento, le dije. De todo aquello que hice por puro aburrirme han quedado anécdotas. Como aquella noche en la que me enrollé con un tío que resultó ser millonario y le mordí tan fuerte el labio inferior que le hice una brecha. Ni si quiera me gustaba especialmente. ¿Por qué hice eso entonces? Para que pasase algo. Para saltar.
Hace un tiempo ya que me siento adulta. Y, aunque han tenido que ver la independencia económica y la convivencia en pareja, la sustancia principal de este cambio ha consistido en comprender que aquello que estaba pasando mientras esperaba o intentaba provocar que pasase algo era lo único que iba a pasar, que la vida era eso; que pasarían más cosas, pero nada extraordinario -pues hasta lo extraordinario se vuelve normal con el tiempo-; y que lo verdaderamente extraordinario era precisamente esa intensidad con la que deseaba entonces, esa furiosa expectativa y las cosas que hacía en su nombre. Que esa parte de mi vida no era ni mucho menos un sucedáneo, sino un ancla, el centro mismo de lo que soy, que se ha construido a partir de ese punto, con los mismos materiales que ya en aquel tiempo me componían, solo que en bruto. Y eso, aunque no podía concebirlo entonces, no era malo. Ya no me aburro, me siento en calma. A veces estoy triste y las horas se arrastran como gusanos, y entonces me refugio en el eco de esas ganas con sabor a cloro y en su banda sonora, sintiendo un pico de nostalgia y preguntándome si, quizás, ese algo aún está por pasar y pasará y se romperá el reloj; y ese pensamiento me alivia, me arropa, me mece un rato. Como lo hacía antes.